Raíces y encinas

Durante siglos, la transmisión del saber se hizo de padres a hijos en los filandones, calechos, seranos… a la luz de los candiles y de las estrellas. No sólo se transmitían conocimientos prácticos y cultura tradicional sino también la pertenencia a la comunidad y a la tierra que proveía de sustento y medios de vida a quienes la habitaban desde hacía siglos.
En las últimas décadas se quebró esta cadena de transmisión por la emigración a las ciudades, despoblándose nuestros pueblos. De este modo, nuestra tierra dejó de proporcionar sustento a la mayoría de la población y se quedó vacía y desprotegida ante proyectos voraces como la mina de uranio de Retortillo.
Esta poesía habla de lo que está ocurriendo en la comarca del Campo  Charro y recuerda que sólo protegemos aquello que consideramos nuestro.  Que debemos intentar mantener el cordón umbilical que nos une a nuestra tierra,  ese vínculo que pasaba de generación  en generación  y nos permitía protegerla y proteger lo que somos y heredamos de nuestros antepasados.
Leo estas palabras en leonés,  la lengua casi desaparecida de mis mayores, un legado que también se está perdiendo junto con el vínculo a nuestra tierra.
Bajo un cielo inmenso
salpicado de estrellas,
un tapiz de encinas,
cubre la dehesa.
Troncos, copas y fronda,
mil raíces profundas,
resguardan y alimentan.
La luz y la sombra,
en un juego danzan:
tórridez y frescura,
cientos de charcas.
Tras pastar sin prisa,
toros, cerdos y ovejas,
su sed allí sacian.
La brisa susurra
entre hojas y espinas,
un rumor de batallas,
secretos de siglos,
de voces ancianas,
de sudores y afanes,
de historia milenaria.
Pero de eso: ya, nada.
Ni susurros, ni brisa,
ni murmullo del agua.
La mano del hombre,
inmisericorde,
voraz y terrible,
rompió nuestra calma.
Se acaba el milagro,
abren violentos tu entraña.
Te arrancan de cuajo,
te emburrian, te talan,
te tronchan y cargan.
Raíces inertes al aire,
una triste maraña.
En alcornoques y encinas,
afanosos, ajenos al drama,
muchos pajarines,
alimentan sus nidadas.
Ignoran, pobrines,
que vidas que comienzan,
ya están sentenciadas.
Los zorzales reales,
las cigüeñas negras,
los trepadores azules,
los pinzones y bubiellas;
carpinteros, herrerillos…
crían sin saber
de su triste sino.
Se vaciaron las aldeas,
ya no quedan guardianes,
ni de nuestras encinas
ni de nuestras dehesas.
El vínculo sagrado
perdió nuestra gente:
huérfana la tierra.
Si aquéllos
que habitan los pueblos,
no sienten su grito,
y no luchan por ella,
perderán su modo de vida, el sustento. Tendrán en su suelo veneno,
ponzoña en el aire y las aguas:
¡tendrán un desierto!
María Pérez Martínez (Omaluna)

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