Mis abuelos postizos

Hoy he estado bastante entretenida. La oficina ha sido un constante entrar y salir de “abuelos” que venían a “fichar”. Me dicen que no pierda tiempo con ellos pero yo no puedo menos que atenderles amablemente como siempre he hecho. Me dicen con sorna “la amiga de los abuelitos.” ¡Ya llegarán ellos a viejos! Que si la empresa ha cambiado y que yo debo cambiar… pues no señor, para ellos son los minutos de ese café, ¡que yo nuncaaaaaa me he tomado! ¡Y yo no voy a cambiar a peor! Nada es perder el tiempo. Yo creo que todo revierte en uno mismo, en el trabajo y como no, en la empresa para la que uno trabaja y a la que uno defiende y representa.

Hay un abuelo, más majo… todo un caballero de otra época, de verdad. Siempre se despide diciendo “¡un cariño!”. Me cuenta que por fin se ha librado hace poco del nieto “okupa” de su buhardilla, donde tiene sus papeles y donde puede por fin volver a trabajar, a sus casi 90 años en tantas cosas atrasadas… Me han dicho que sus clases eran magistrales en la facultad, que nadie faltaba. Me lo creo porque es entrañable, ameno, culto y divertido. ¡Cómo sería en sus mejores tiempos! Sé también que a sus años ha sido el gran apoyo para uno de sus hijos, en una situación bien difícil, que ha estado al pie del cañón y no le ha abandonado cuando lo fácil hubiera sido decir: ya tengo muchos años y es mucha carga para mí.

Y un dentista que pasando de los 90, ahí es nada, pedía a sus hijos y nietos que le enseñarán ” eso del internet” y como no le hacían ni caso se compró un buen equipo y se apuntó a un curso. ¡Les dejó estupefactos!

Y esa catedrática con una enfermedad degenerativa que me cuenta que son cinco hermanos los que la padecen y que dos han fallecido hace poco. Que me cuenta que ella es la siguiente, que nunca tuvo fe pero que ahora, cerca de la muerte de sus hermanos, busca a ese Dios que antes no veía y que ahora le hace falta.

Hay una chica que se quedó viuda muy joven, con dos hijos pequeños, una disminuida, a la que consolé más de una vez y con la que hable del mundo, de Dios y de Alá. Aún siendo de otra religión está muy contenta de llevar a sus hijos a un colegio religioso pues la atención que reciben de esas monjitas es para ella impagable e inmejorable…. Y… también la animé a hacerse “socia” nuestra!

Y el poeta banquero constructor topógrafo que volviendo a casa muy chico se encontró a su hermano mayor, al que tanto admiraba, de cuerpo presente y que nunca lo superó, que desde entonces padece del corazón. Me cuenta que fue novio de una actriz famosa a la que escribió preciosas poesías y cartas de las que no tiene copia y son parte de su obra, pero que tras romper, ella se las niega y a veces me declama sus poemas de memoria.

Y los que me suponen un reto son los clientes autoritarios, que fueron de ordeno y mando, pero que con el tiempo y en dosis chiquininas (por aquello de no bajarse del tiesto) de algún modo me transmiten su afecto: “no estaba Vd. hace unos días”, “dígame su horario, que vengo cuando esté Vd.”

Los hay ausentes, que ya comienzan con el parkinson o que sufren de alzheimer, que volvieron a ser niños y me producen una ternura muy grande, como un veterinario amigo. También el doctor viejito que me encuentro a veces en misa y que en su mundo de olvido aún me recuerda. Claro que ya, aquellas cosas que me contaba sobre sus artículos y el llegar a la oficina con la bolsa del pan y empeñarse en darme las vueltas de propina para mis niñas, eso ya sólo una lo recuerda.

Los hay distantes y un poco soberbios (los menos) como ese médico militar que me dice que no sé cortar, que “le dé a él la tijera, que cortó mucha cosa como cirujano militar y que tengo que aprender”, que aún con esa coraza es capaz de pararme por la calle para pedirme disculpas por las palabras del día anterior. Ya hemos hecho migas con el tiempo.

Otros me cuentan sus penas por un hijo que con premio fin de carrera no se “coloca” o ese desengaño de amor de “viejo”; y ese médico leonés, alto y “arrogante” según mi abuela, que cuando estaba embarazada se despidió de mí de mentirijillas y regresó a la oficina con un precioso ramo de flores azules porque no pudo más, porque le emocioné con mi ilusión de madre primeriza y le recordé a su esposa cuando estaba “esperando”. Parte de esas flores azules las tengo en una pequeña urna de cristal en el rellano de la escallera y , lo que él no sabe, es que siempre que las veo, le “pienso” y veo sus enormes ojos azules y su inmensa sonrisa un poco “pilla”.

Y esa cordobesa coqueta que siempre va a la última, que me enseña todas las fotos de sus nietos cada vez que viene y un día me contó sus seis partos con pelos y señales “para animarme” porque yo estaba “esperando”.

Otros se sorprenden de que recuerde su nombre y apellidos y el de su esposa, su profesión, … y se sienten halagados. Luego está ese veterinario que me hace ranas, bailarinas y corazones de papiroflexia con los folletos y un doctor que siempre me invita a un café que nunca le puedo aceptar, porque no puedo irme de la oficina, y se va dándome un gran abrazo y dos besos. Recuerdo el día que lloró porque su hijo me trató fatal. Un hombrón con un corazón enorme. Tengo pendiente ese café para charlar de música con él, a ver si me cuenta algo de la “Misa Pastorela”, que si no sabe él, entonces ¿quién? Quizás uno de estos días, cuando venga a ver a la que dice su “pandilla”: los santitos de la iglesia de enfrente…

Y me falta un militar, que no me entró con buen pie cuando nos conocimos pues no se le ocurrió otra cosa que decirme que había sido médico en el Ferral y que León era feísimo! Me hablaba de cuando las cocheras de Fernández hace ya 50 años. Arreglado el desencuentro hasta nos hemos hecho amigos pero este año no sé si vendrá a verme, ya el año pasado se desorientaba y llegaba siempre a verme sin el papel que le había pedido.¡Qué pena me da verles envejecer!

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Hoy otro médico me ha contado cuánto se habían querido él y su esposa, que falleció en seis meses, bien joven. Con qué fortaleza siguió atendiendo a su familia durante ese tiempo, le enseñó a hacer todas las labores de casa para cuando ella faltara, como ponía la lavadora antes de irse al hospital y recogía la ropa cuando volvía a los 4 días tras el tratamiento. Cómo le dijo al sacerdote que moría pero que había sido muy feliz y como esos seis meses de enfermedad de su esposa le hicieron de ahí en adelante tener siempre presente y ver a la persona y a la familia en vez de únicamente al enfermo, echando lo que fuere menester en atenderle y ayudarle en todos los sentidos, fuese la cola de la consulta lo larga que fuese.

Y por último, hoy he conocido a un “viejito” que no conocía, al que nada más entrar vi triste. Me pidió una fotocopia del carnet y se la hice y recorté. Me dió las gracias y me dijo que cuánto era. Le dije que nada, por Dios, que en todo caso, una sonrisa. Y… se me echó a llorar. Me dijo que había muerto su esposa hacía poco, lo que más quería, que no lo superaba y se escondía para llorar porque no quería que su hijo y su nieta le viesen. Me pidió perdón por el atrevimiento y tuve que cogerle la mano muy fuerte y estrechársela. Cuando le acompañé a la puerta no pude hacer otra cosa que darle un abrazo. Creo que lo necesitaba.

Lo que más pena me da es que mis compañeros me ven rara y dicen que pierdo el tiempo con ellos. ¿No será que ellos han perdido el corazón en algún rincón?

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