El lavadero de mi pueblo

Recuerdo lavar con mi madre, mi abuela o mis tías en el lavadero del pueblo. Vienen a mi memoria la suavidad del cemento desgastado, el sonido al golpear y “torcer” la ropa sobre la piedra; mi tablita de madera, los carretillos, los barreños de zinc y las cestas; las manos ateridas y picadas de mi madre, que a veces lavaba con unos guantes blancos de tela; el vapor del chorro del caño en invierno, el silbo del viento, la brisa y el sol en la cara. Mujeres con sayas, mandiles, pañuelos a la cabeza y sombreros de paja. ¡Y es que el lavadero de mi pueblo no estaba “a la abrigada”, como otros!

Recuerdo “tendir”  al sol la ropa lavada o enjabonada sobre aquella pradera al lado de la iglesia. Y aquellos panales de jabón que aún hacemos a veces en casa, su blancura, el olor a sosa y grasa derretida de cerdo en la olla sobre la chapa de la cocina de carbón, y el corte untuoso y a ojo en el molde alargado de tabla…

Recuerdo coger espadañas y ponerme perdida la ropa pelando las “macetas”; arrancar juncos al lado del caño y cortarme; hacer con ellos aros trenzados para luego meter por las agallas los peces que pescábamos para los gatos en la presa; buscar melucas para los anzuelos y trocearlas, ¡qué asco me daba! Al salir de misa jugábamos a carreras por sus bordes y, a veces, algún rapacín metía por uno de los dos caños una rana y lo atascaba ¡Qué bronca de las señoras del pueblo a todos! ¡Y cómo perseguíamos el calcetín o pañuelo que se iba de un estanque al otro cuando ellas lavaban! Otras veces lavábamos en el agua helada del reguero al lado de casa de “Teresa la Amapola” y “Vito Triguero”, y corríamos veloces aguas abajo para “atropar” lo que fuera antes de que se lo llevase Dios sabe dónde la fuerza de la corriente. Y si teníamos sed, bebíamos sin miedo, haciendo una cruz con el dedo, diciendo este encantamiento: “por aquí pasa Dios, por aquí una culebra, que sea bendita el agua que yo me beba”.

IMG_945420013437 lavando en el reguero

Me acuerdo que pasábamos el puentecillo sobre su charca para ir al colegio y, también a diario, recuerdo saltar por las piedras de aquel sendero de años, sorteando el agua y el barro, hasta llegar an cá Nati, la del panadero, y doblar su esquina para ver ya la escuela al pie de las eras. ¡Cuántas veces nos inclinábamos peligrosamente sobre aquella laguna verdosa para alcanzar un lirio amarillo o violeta y hacer con él un “pollito”! ¡Cuántas veces perseguimos las ranas, las culebras de agua o alguna libélula! ¡O hicimos arcos sobre la superficie del agua tirando rasa una piedra bien plana, o círculos concéntricos tirándola a plomo! ¡Cuántas veces observábamos absortos a los ” zapateros” deslizándose sobre el agua  como por arte de magia!

Recuerdo a mi padre pasando esa charca de debajo del lavadero, con el tractor, las gradas, y el caballo atado a éstas, al paso, sin prisa, para ir a las tierras; y a Trosky, el perro de Ludi, ladrando, al pie de su casa, y yo, gritarle: ¡”chito, marcha”, que me tiras de la bicicleta, anda!

Recuerdo, más abajo del lavadero, el pozo “la barrera”, justo antes del cementerio, cubierto de juncos y espadañas que ocultaban un secreto: una ciénaga, aguas movedizas que habían sepultado a más de una vaca o caballo. Mi hermano se hundió  allí una vez hasta el pecho y por suerte fue rescatado, pero vaya ahogo le da desde entonces el agua…

Al ir al colegio seguíamos distintos senderos. Tirábamos a los regueros de detrás de las casas trozos de ladrillo con agujeros y, a la vuelta, los sacábamos con cuidado y los volcábamos sobre las cembas: ¡ siempre salían cangrejos que llevábamos contentos a casa! Alguno se nos escapaba, y contemplábamos la nube de fango que levantaba huyendo hacia atrás, escondiéndose en el barro del fondo: ¡la próxima vez será!

Recuerdo que había un balde enorme de zinc al pie del grifo del patio. Era donde mi madre echaba “a ablandar” las gasas de mi hermana cuando yo tenía 5 años escasos. El invierno de entonces sí que era duro: de las veras del corredor que daban al patio colgaban por la mañana chupiteles de hielo bien largos. Para llevar aquellas gasas a lavar al lavadero, levantaba bien temprano con mis maninas un buen “redondel” de carámbano que era como mi puño de gordo. En ese mismo barreño de zinc era donde al solecín del invierno o verano, nos lavaba mi madre a todos los hermanos. Aún no había lavadora, y hasta poco después, ni cuarto de baño. Eso sí, una cuadra para las vacas, otra para los burros y el caballo, cochiquera y gallinero para gallinas y “curros”. Bodega, panera, un gran pajar, y un gran corredor para los frutos del huerto y del campo. Lo más importante, asegurar el pan de cada día. Nada de lujos, así me he criado.

Recuerdo ir a la era, tras de casa, y a mi tío Eladio decirme, desde la suya, a modo de saludo: “¿mosquita, vas “tendir” la ropa?”  Y dejarla “al sereno” tras darle jabón, y que un perro del pastor le llevara un calcetín a mi madre, y los baños en el canal de riego cuando mi abuelo regaba la era, … También iba con mi abuela a lavar y rallar al reguero las tripas del cerdo, para hacer los chorizos. Pero estas son otras historias. Da para otro cuento.

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